Cuando para ser futbolista había que comer polenta


24 de febrero de 2023

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El Gordo comió polenta cuatro veces por semana durante el más hirviente de los febreros de su infancia, debajo de un sol que aconsejaba arrimarse a una ensalada fresca, y por influjo de un hombre que era su vecino en cada verano de playa. «La polenta es maravillosa para jugar al fútbol con inspiración», proclamaba aquel vecino con la solemnidad de un predicador bíblico, mientras una toalla a cuadritos le cubría la espalda, un pantalón de baño desteñido le envolvía las intimidades y los ecos magnos del mar le atrapaban los oídos. El Gordo, que en ese tiempo era chiquito y como casi cualquier chiquito se soñaba futbolista, había interpretado esa frase como un mensaje. No se planteaba si la polenta le viajaba sobre la lengua como un placer o como un castigo. Decidido, sólo le importaba devorarla sin parar.

Así lo recordó el propio Gordo muchísimos febreros después, transformado en un adulto que no fue futbolista, en el Bar de los Sábados, un reducto al que volvía y volvía y donde el fútbol funcionaba como argumento para relatar la vida. Escuchado con respeto por sus compañeros de bar, aseguró que, por ejemplo, el mejor de sus pocos goles de cabeza lo hizo justo en aquel verano, al borde de las olas y luego de un salto imposible. «La pelota se me iba —evocó con intensidad— pero en los talones y en los tobillos y en todo el cuerpo sentí que la fuerza de la polenta me elevaba más y más hasta que acerté ese cabezazo. Todavía creo que esa misma fuerza me hubiera hecho subir hasta el cielo». Luego repasó corridas dignas de un atleta, quites heroicos a los rivales más habilidosos y otro gol playero que valió un triunfo en el fin del atardecer. También reconoció que, mientras él tragaba y jugaba, aquel vecino nunca se explayó en los fundamentos que asociaban a la polenta con el fútbol.

«Tardé mucho en saberlo», reconoció el Gordo mientras en el Bar de los Sábados el calor de febrero aplastaba. «Sin embargo —siguió—, hace no tanto, mi madre me contó que aquel vecino de los veranos era un buen hombre al que le preocupaba verme como yo era en la niñez: flaco. Ni siquiera era un entendido en fútbol, pero decía lo de la polenta porque la sabía nutritiva y estaba convencido de que nada certificaba más salud que engordar. Abochornado por el termómetro, el Gordo paró, respiró y continuó: «Naturalmente, kilos y kilos de polenta de verano no me hicieron gran futbolista. Pero me enseñaron algo más importante: no hay como tener una fuente noble de inspiración. Puede ser una idea, un amigo, un amor o hasta polenta. Lo que importa es que nos ayude a ir detrás de una esperanza».

Todas las aguas posibles iban hacia las mesas del Bar de los Sábados cuando aquel recuerdo quedó terminado. No había nadie dispuesto a enfrentar los fuegos de febrero con algo distinto en la garganta que un líquido salvador. Nadie salvo el Gordo, que vio venir a un mozo y le pidió, si era posible, un plato grande con polenta. De nuevo, estaba inspirado.

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