Iniesta juega en la playa


04 de enero de 2024

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por Ariel Scher

Iniesta no es Iniesta pero nadie se atreve a decírselo. Zigzaguea un momento como un crack y otro momento como un aprendiz. La pelota le transita fenómeno a caballo del talón diestro y se le enreda cuando la empuja con la piel del tobillo zurdo. Iniesta no es Iniesta, pero nadie se atreve a decírselo porque Iniesta tiene ahora ocho años, el cuerpo de alguien que anda en el debut de la vida y un sol de siesta caliente arriba de la nuca, pese a lo que ni se quita ni se quitará su camiseta del Barcelona y de Iniesta. Tiene, además, una voz desafinada como la de una flauta desafinada a través de la que repite hacia los parientes y hacia el viento y hacia el mundo que él, él, él, es Iniesta. Él es Iniesta aunque sus piecitos descalzos no aceleren sobre el césped mítico del Camp Nou sino sobre la arena empapada de una playa del verano argentino. Él es Iniesta y quien le rompa esa identidad será criminal por un rato o zonzo para siempre porque cuando él proclama que es Iniesta se siente, exactamente, feliz.

Iniesta es, también, Iniesta porque no sólo se viste de Iniesta, trota a lo Iniesta y pronuncia que es Iniesta, taladrando los oídos de los adultos que andan de vacaciones frente a los mares del sur. Iniesta convence a cada compañero, conocido o desconocido, menor o mayor, de que un individuo pegado a las olas del Atlántico debe jugar como lo hacía Iniesta en el Barça. "Despacio, despacio", reclama, invariablemente desafinado como una flauta desafinada. "Nos movemos, nos movemos", impone como si detrás de sus ecos de niño estuviera escondida la garganta certera de Pep Guardiola que el propio Iniesta escuchó en días que se van haciendo lejanos. "Si no sale, empezamos de nuevo", estimula, tal cual registró que Xavi, que Busquets, que Piqué, que Messi y, desde luego, que el propio Iniesta le explicaron al planeta en cien mil ocasiones. "Toque, toque, toque", demanda como si los veraneantes que le desfilan cerca le estuvieran requiriendo una cédula de identidad que corroborara que él es Iniesta y que Iniesta es él.

En esa y en otras playas, hay personas que no pueden abandonar durante el descanso la mirada sospechosa de las cosas con la que se comportan en los días de yugo. Y es así que desconfían de que ese Iniesta sea, de verdad, Iniesta. Una contraprueba los desarticula: el equipo del Iniesta de ocho años juega como el más emblemático Barça. O juega igual y peor que ese Barça. Juega peor porque a los que juegan les faltan talentos, entrenamientos, desarrollos individuales y colectivos, sabidurías e historias que los eleven al nivel del Barcelona original. Y juega igual porque todos hacen lo que el Iniesta pequeñito, el convencido de la arena, el que es mejor con el talón diestro que con la piel del tobillo zurdo, sugiere y consigue: van bastante despacio cuando cabe ir despacio, se mueven y se mueven, si no sale empiezan de nuevo y, en especial, tocan, tocan y tocan.

La cancha donde se desplaza el equipo de la versión infantil de Iniesta dibuja su frontera final en un arco edificado con dos zapatillas que en sus tiempos flamantes habrán pisado suelos menos rústicos que la arena. Tres metros más atrás, un caballero con abdomen de oficinista glotón alterna ver el partido con leer las páginas deportivas de un diario. De golpe, ese caballero, un devoto del fútbol, agiganta las pestañas cuando lee una crónica de espacio módico y significado grande: gente del propio Barcelona armó hace unos años una especie de Biblia que reúne los ejes en torno de los que la nave mágica que, sobre todo en las horas que timoneó Guardiola pero no sólo en esas horas, reconcilió al juego con el buen gusto y recobró el valor del deporte de alta competición para más propósitos que una victoria en el marcador. El caballero que lee no sólo lee. Lee y escucha. Y escucha y piensa. Y piensa que Iniesta -ese Iniesta, su Iniesta, la criatura Iniesta que le corre ahí nomás y que cautiva su atención- se memorizó uno a uno los capítulos de la Biblia barcelonesa o es un milagro.

Vacaciones son vacaciones y el caballero resuelve no sumar una duda a las muchas dudas que se le apilan durante el año. De modo que les exige a sus brazos medianos que alcen a su cuerpo ancho y, cuando lo logra, primero suspira por el esfuerzo y luego se erige en el lugar donde el arco hecho con zapatillas tendría una red si no fuera un arco de zapatillas. Respetuoso, espera que el partido concluya y entonces sí se arrima ante el argentinito Iniesta y se despide de su duda:

-¿Dónde aprendiste a jugar así?, interroga, un poco disimulando su ansiedad y otro poco como si fuera un cronista deportivo.

Desde luego que Iniesta persiste en ser Iniesta y, por lo tanto, antes de contestar, saluda con la amabilidad de un duque a sus rivales, uno por uno, siempre envuelto en el manto protector y nada apto para un verano de muchos grados que es su camiseta del Barcelona y de Iniesta. Recién después, responde:

-Aprendí con mi papá.

Al caballero de la pregunta, esa respuesta lo ubica en un territorio de ternuras. Se frota las manos sobre su abdomen inacabable, se permite una sonrisa que podría durarle más que las vacaciones y se emociona. "Qué maravilla", lanza en voz alta mientras con un ojo observa la vastedad de las olas y con el otro apunta, sin proponérselo, a la cintura suave de una dama de ropa breve. Una tentación de hablar con el público pleno de la playa lo invade: Iniesta aprendió a jugar con su papá, Iniesta, este Iniesta, es el resultado de un ritual que los padres y los hijos construimos generación tras generación, transmitiendo un legado de identidad y de existencia que se llama fútbol, más allá de que negociados y mugres enloden en cada jornada a una noble pasión popular, Iniesta es la herencia de la herencia de tantos y tantos que edificaron universos fabulosos con los pies. "Iniesta...", afirma sin advertir que, de nuevo, está sonando en voz alta. Casi inspirado, diría más y mucho más, pero una voz que no es la suya sino la de una flauta desafinada lo interrumpe:

-Aprendí con mi papá... viendo a Iniesta en el Barça.

Decidido a no dejar nada incompleto, Iniesta, Iniestita, argentino y en verano, está súbitamente de regreso a su lado y termina de asombrarlo. "Muchis partidos del Barca de Iniesta están grabados. Los veo con mi papá todo el año", comunica, genial y corto, sincero como el fútbol de Iniesta, nene y, en consecuencia, propietario de la verdad. El caballero lo oye como a un gurú de febrero, le pasa las yemas sobre el pelo, le agradece. Y se rectifica: acaso ahora lo esencial del fútbol no va en todas las casas de padres a hijos como una transmisión clásica y pura porque demasiadas circunstancias y demasiadas confusiones complicaron eso, acaso ahora la memoria renovada, la escolaridad de excelencia, la pertenencia al mundo de pelotazos con belleza y los valores que le dan sentido a respirar el aire de un estadio hayan quedado a cargo del maravilloso Iniesta y de los que jueguen cerca suyo.

Muere de ganas el caballero de comentarle ese, su hallazgo, al Iniesta de la playa. Quiere que, juntos, puedan cantar un himno dedicado al fútbol, a la perdurabilidad del fútbol, a que ciertos lazos que unen los tiempos de la historia humana amagan con quebrarse pero, al final, hallan un recurso que asegure la continuidad. Quiere irrumpir en el ocio de los turistas para confesarles que prefiere el contagio futbolístico de padres a hijos en el ritual de la plaza por sobre la transferencia a partir de una pantalla de televisión, pero, al mismo tiempo, quiere avisarles que mientras haya fútbol como el del Iniesta hay esperanza y que la humanidad, aunque muy seguido amanezca extraviada, puede encontrar su Iniesta y su esperanza adentro de las canchas. Quiere imaginar que habrá más sanos partidos anónimos si el espejo son los partidos famosos de Iniesta en el Barça. Quiere, con su abdomen inacabable recibiendo el sol de la tarde, compartir todo eso con el Iniesta que la suerte y la arena le posibilitaron conocer. Quiere y no puede porque Iniesta ya no está.

O está, pero otra vez a unos metros, enunciando el "despacio, despacio", proponiendo el "nos movemos, nos movemos", impulsando toque, toque y más toque, jugando un partido de fútbol en la playa, reiterando que es Iniesta. El caballero no se frustra. Al contrario. Alegre y pleno, destina ese instante de sus merecidas vacaciones a enfocar el horizonte. Los mares del sur siguen justificando los ojos y la vida. Todos los Iniesta del mundo, también.

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