El exigente, pero posible arte de aprender a perder


16 de marzo de 2023

Compartir esta nota en

por Ariel Scher

Dos cursos para Aprender a Perder organizados por el Bar de los Sábados se volvieron un suceso cuando fue pasando el tiempo. Al principio, en cambio, acumularon una indiferencia detrás de otra. A las cuarenta y siete convocatorias iniciales no acudió nadie. Recién en la cita cuarenta y ocho se presentó, entre alborozos, un hombre. Sin embargo, bastaron cinco minutos de charla para certificar que se trataba de alguien confundido que había entendido que los cursos eran para aprender a no perder. Contra ciertas corrientes de la época, las gentes empecinadas del Bar de los Sábados jamás se desanimaron por ese traspié inaugural. Al cabo, centenares de sábados debatiendo la existencia a través del fútbol no les habían dado la certidumbre de qué cosa es la victoria, pero sí les permitían estar seguros de que ninguna existencia puede eludir ni la lluvia ni el hambre ni perder.

Una de las primeras respuestas numerosas de los cursos para Aprender a Perder la obtuvo un viejo volante izquierdo cuya historia personal se parecía a la de la mayoría de los miembros de cualquier multitud: nunca había salido campeón, nunca había salido segundo y nunca nadie se le había enamorado viéndolo trotar en las canchas. «Durante años —contó— perdí mucho y perdí mal. Diría que perder en el fútbol era exactamente mi perdición. Hasta que un día descubrí que estaba a punto de gastarme todas las malasangres que caben en un corazón. De golpe tuve en claro que vendrían nuevas pérdidas y que yo sería incapaz de darme cuenta de que estaba perdiendo. Desde ese día, no dejo que las derrotas me derroten». Nadie olvidaba que esa vez el viejo volante izquierdo pretendió seguir hablando, pero perdió de nuevo, en este caso vencido por la ovación de los que lo escuchaban.

El más veterano de los mozos del Bar de los Sábados estaba convencido de que la aceptación que fueron logrando los cursos para Aprender a Perder se sostenía en que expositores y oyentes eran más o menos lo mismo: individuos comunes, o sea individuos que perdían seguido. En una tarde de sol suave, un marcador de punta compartió unos cuantos de los partidos, las jugadas y los torneos que había perdido y explicó cómo aprendió que eso no lo descalificaba como persona. «Perdí tanto —dijo— que un domingo hasta perdí a un wing derecho que me había dado un baile bárbaro. No lo pude encontrar ni adentro ni afuera del césped. Pero ahí aprendí que muchas derrotas no son definitivas: tiempo después, crucé al wing derecho en una calle del centro y ahora somos amigos».

Hace poco, invitado a disertar en el Bar de los Sábados, un hincha confesó que no había aprendido a perder y que creía que nunca aprendería. «No es un camino fácil al que se llegue con una sola fórmula, pero se llega», le comentó el viejo volante izquierdo, que ese sábado estaba de alumno. Y le sugirió que intentara en cada partido y en cada día. Después de todo, aprender a perder es casi aprender a vivir.

Compartir esta nota en