Fuga a la libertad


21 de marzo de 2023

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por Ariel Scher

Claudio Tamburrini corría y corría, como si todos los apuros del mundo vivieran en sus piernas y también como si, de golpe, volviera a ser lo que nunca quiso dejar de ser, o sea el arquero de Almagro. Corría a lo loco, apoyando las plantas de los pies sobre el pavimento de las calles silenciosas de Castelar, descalzo y no sólo descalzo, sino también desnudo.

Era la madrugada del 24 de marzo de 1978 y la dictadura militar celebraba entre ferocidades su segundo cumpleaños, con sus jerarcas repitiendo que el Mundial 78 se haría «bajo el signo de la paz».

En nada de eso pensaba Tamburrini, que empujaba sus músculos maltratados, sus manos esposadas, sus marcas de la última tortura y su barba larguísima mientras lograba lo que parecía imposible: se estaba fugando del centro clandestino de detención en el que había permanecido secuestrado los últimos cuatro meses. Por eso aceleraba los pasos y, además, el corazón tratando de cumplir el más humano de los sueños. Iba rumbo a la libertad.

Un movimiento y otro hacía Tamburrini, al ritmo de los tres compañeros de cautiverio con los que compartía ese escape que era un sueño alumbrado en la desesperación. Atrás, cada vez más atrás, se perfilaba la figura tenebrosa de la Mansión Seré, una casa de horrores comandada por la Fuerza Aérea. Atrás, ya lejana, seguía abierta la ventana que Tamburrini y sus socios de dolor y de esperanza abrieron con un tornillo suelto para lanzarse con frazadas hechas cuerdas hacia fuera de ese espanto.

Atrás, muy atrás en el tiempo, se estacionaba su último partido en la primera de Almagro, el sábado de noviembre que antecedió a su captura, un sábado en el que Tamburrini —paradojas de la existencia— sintió que pocas cosas podían humillarlo tanto como el gol de tiro libre que no evitó porque se entrampó arreglándose una media. Atrás, quién sabe cuanto, se ubicaba la historia intensa de sus 23 años: su formación de jugador, su vida en Ciudadela, la localidad bonaerense donde lo atraparon; su militancia para construir una sociedad de iguales, sus estudios de filosofía, su universo entrañable, dibujado por dos postes verticales y un travesaño.

Atrás quedaba la inverosímil presencia del deporte en las horas más horrendas. «¿Vos sos el arquero de Almagro?, entonces atajate ésta», le decía un patotero cínico antes de trompearlo. «Algún día, te voy a llevar a jugar a mi barrio», sugería un guardia, impactado porque su prisionero era un profesional del fútbol. Y el mismo Tamburrini, amarrado a una salvación o un delirio, mirando sus manos golpeadas, sus brazos encogidos, e interrogándose qué sería de su porvenir en el arco porque suponía que, ante su ausencia extensa, el club lo habría dejado con el pase libre.

Atrás, sellados en la memoria, se iban afincando los días que narró en un libro al que, precisamente, llama «Pase libre» (que acaba de ser reeditado y que dio origen a la película, "Crónica de una fuga", de Adrián Caetano, con Pablo Echarri y Rodrigo de la Serna). Pase libre era, sin chances, su destino deportivo al volar de la prisión.

Pase libre era, a la vez, ese salto ilusionado de la ventana a la calle, del encierro en Castelar al largo pasaje a Suecia, el país donde reside y se doctoró filósofo. Pase libre a desafíos, a seguirse preguntando por qué hay hombres que se esmeran en hacer daño a otros hombres, a observar una vez más una realidad que hiere con viejas impunidades y con brutalidades nuevas. Pase libre a ser libre, ese viento entre los vientos del que Claudio Tamburrini, sobreviviente de todo, nunca se va a fugar.

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