El tipo que le ganó a una época


13 de octubre de 2022

Compartir esta nota en

por Ariel Scher

El filósofo polaco Zygmunt Bauman dijo que este es el tiempo de "la modernidad líquida", definido por "una cultura del desapego, de la discontinuidad y del olvido".

Pero no conoció lo que pasó entre Gallardo y River.

El filósofo surcoreano/alemán Byung Chul-Han fue más lejos al explicar que ya "nada es sólido y tangible" y sacudió al evidenciarlo: "Hoy las prácticas que requieren un tiempo considerable están en trance de desaparecer. También la verdad requiere mucho tiempo".

Pero no estudió lo que pasó entre Gallardo y River.

Los títulos de centenares de medios -de medios que, en cada segundo, transparentan lo que plantean Bauman y Byung Chul-Han: ninguna noticia (o no noticia) dura nada, a nada o a casi nada se le dedica un rato largo porque todo o casi todo es urgente- convergen en hablar de "La época de Gallardo" y resaltan los 14 títulos (en especial, claro, la Libertadores de Madrid frente a Boca) o los 226 triunfos en 422 partidos. Pero hay algo más potente: bastante cierto es que se acaba "La época de Gallardo", pero resulta más cierto que Gallardo es el tipo que le ganó a una época.

Porque Marcelo Gallardo orientó a River en el corazón de la edad histórica sobre la que Bauman, Byung-Chul Han y otros jugadores del pensamiento actual acuchillan sus reflexiones. Y, sin embargo, ejecutó esa tarea desde junio de 2014 hasta las respiraciones penúltimas de 2022. O sea que se mantuvo en un sitio y en una responsabilidad dentro de un contexto en el que lo dominante es lo volátil. O, más sencillo, un escenario en el que la mayoría de lo que está existiendo se esfuma enseguida. O, como insiste Byung Chul-Han, se expande "una forma de vida sin permanencia".

El fútbol palpita en el centro de esta época (o de lo que esos filósofos predican sobre esta época). Es el espectáculo central de una era en la que todo se vuelve espectáculo. Es el entretenimiento mayúsculo de la dominante industria del entretenimiento, dirigida a una sociedad a la que se la convence de que lo que le da sentido a los días es entretenerse. Es un hiperconsumo en la rutina liderada por la invitación a consumir. Y, aun asumiendo que cada franja de la existencia posee singularidades, manifiesta muchos rasgos que lo vuelven en una expresión parecida a este tiempo: la aceptación es breve, la frustración es breve, la mirada de lo que ocurre es fragmentaria y, sobre todo, el hilo del mundo se enrolla y se desenrolla más que rápido al punto que un montón de veces ni constituye un hilo. Que se vaya el técnico si pierde, que se quede si gana pero que se vaya si de nuevo pierde, que "siempre lo mismo" aunque ese siempre y ese mismo lleven apenas un suspiro en el reloj.

El lazo entre Gallardo y River florece, en esa dimensión, a contramano de la cultura prevaleciente.

Se dirá que Gallardo lo consiguió porque el imperativo arrasador ahora es ganar y supo ganar mucho. Es un argumento comprobable pero insuficiente: no todos los que ganan perduran largo y, además, tampoco él ganó sin parar.

Se dirá que, desafiando a ese imperativo acogotante, conservó su puesto de empleo porque marcó con un sello de juego a todos los equipos que armó, un sello advertido por personas con el corazón en otras camisetas y por entrenadores que certificaron que ahí había un profesional con calidad y con compromiso. Es un argumento atendible, pero el propio Gallardo expresó en unas cuantas ocasiones (y disimuló en otras cuantas) que entre lo que soñaba y lo que acontecía había distancias.

Se dirá que el mojón que implicó la gloria frente a Boca en la Libertadores lo recubrió de un bronce invulnerable. Es un argumento reiterado y de peso enorme en un período en el que la cultura del fútbol valora tanto el éxito propio con la derrota ajena (y, más que nada, del más ajeno o del más clásico de los ajenos), pero Gallardo ya funcionaba como un caso atípico para ese momento, considerando que acumulaba más de cuatro años en su cargo.

Se dirá que en circunstancias incómodas, resistió afincado en su historia en la institución. Es un argumento enraizado en las tradiciones del fútbol que -en los análisis de Bauman y de Byung Chul-Han o en lo que conoce cualquier hincha de un equipo- no le garantiza más que una brisa de afecto a ningún colega de Gallardo: nadie resiste en los altos mandos únicamente por portación de pasado.

Se dirán más hipótesis y, muy probablemente, todas portarán algo parecido a una verdad. Y también todas, a la vez, sólo decodificarán un pedacito del fenómeno, de ese lazo igual a ninguno contemporáneo que anudó a Gallardo con River y a River con Gallardo.

Ni Bauman ni Byung Chul-Han desmenuzaron el lazo entre Gallardo y River, ese lazo que dibuja una porción de la existencia que les quedó afuera de sus análisis.

Y quizás parte del secreto de ese lazo resida, precisamente, en lo que habita afuera del mundo que observan y que piensan Bauman y Byung Chul-Han.

El fútbol sincroniza con el panorama de fugacidades, de inconsistencias y, sobre todo, de consumos que ambos filósofos retratan. Pero cobija, además, casi lo contrario. En la época en la que nada dura y en la que dentro del propio fútbol muchísimas cuestiones no duran, el fútbol emerge como la posibilidad de algo estable, algo que persiste, algo que ni se diluye ni se rompe ni se sustituye. Quienes son de River (como quienes son de otro club) efectivamente son eso, son siempre eso, son eso en las buenas y en las malas, son eso en la bronca y en el alivio, en la fiesta y en la tristeza. Son eso porque, en el universo en el que muchísimo se deshace, esa es una identidad consecutiva. Y Gallardo, a diferencia de una mayoría inmensa de protagonistas meritorios de la cancha, se transformó en esa identidad. Con mucha más conmoción y con mucha más precisión, hinchas a montones lo reiteran en este instante y lo repetirán rumbo a todos los porvenires: "Gallardo es River".

"Gallardo es River", al extremo que gentes múltiples que no son ni devotos de Gallardo ni simpatizantes de River coincidirán en que eso es tal cual.

Pibe modelado en los cimientos del club, jugador de brillo en la Primera, entrenador consumado, proclamador mesurado pero constante de su pertenencia a los colores, rechazador de ofrecimientos laborales que cualquiera que esté absorbido por la "normalidad" hubiera entendido que aceptara, muy de River en la visibilidad de la cumbre, muy de River cuando las cumbres se escondían, ídolo estable a pesar de ejercer el más inestable de los empleos del fútbol, nadador curtido para avanzar en las aguas que gobiernan la actualidad del fútbol (migración acelerada de jugadores, capacidad también acelerada de los rivales para picarle el boleto, conducta aún más acelerada de los mercaderes de la pelota para tratar de hacer base), vencedor de copas y de campeonatos pero nunca sólo un vencedor, una referencia sólida en una realidad hecha de arenas movedizas: Gallardo es River y Gallardo es Gallardo por la suma de esas y de más razones.

La fórmula para que todo eso sucediera es muy suya. "La identidad no se busca, se trasciende. Vos fluís y ahí aparece la identidad sola", deslizó en alguna entrevista Federico Moura, talento de más que la música. Da la sensación de que, después de haber regado un jardín que miles perciben como un paraíso y con la certeza de haberle ganado a una época, Gallardo podría cantar esa hermosa sentencia con él.

Compartir esta nota en