Los clubes de barrio y su importancia en la sociedad argentina


09 de mayo de 2022

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Por Emiliano Ojea

El segundo eslabón de este “círculo virtuoso del deporte” son los clubes de barrio. Se trata de instituciones con un fuerte vínculo con la comunidad y con cada persona que pasa por sus instalaciones. Pero un club no es solo una entidad deportiva, un lugar de ocio y recreación o un ámbito de socialización. Los clubes de barrio son todo eso y algo más. Generan identidad, pertenencia, inciden en la formación integral y permiten ser un lugar de convivencia entre personas diferentes. Un club no nace de un día para el otro. Un predio, una construcción, un edificio y sus canchas e instalaciones deportivas y sociales, son el resultado de muchos años de trabajo, pero sobre todo de un proceso que generalmente nace en un potrero, dos palos que simulan un arco, un sueño o una necesidad de una comunidad que se organiza.

Quizás muchos clubes en Argentina tienen en su origen todos esos elementos conjugándose al mismo tiempo, pero es el rol social el elemento que caracteriza a los clubes de barrio. Este fenómeno está presente desde su origen. Es posible que uno de los legados más notables que aún conservamos de la inmigración española e italiana –solo por citar dos de los afluentes más populosos que llegaron a nuestro país a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX– son los clubes. Muchos de ellos nacieron también como sociedades de fomento, en donde los inmigrantes erigían espacios de encuentro, recreación, cuidados médicos y socorros mutuos, ayuda en caso de enfermedad o desnutrición, y por qué no, también, práctica de deportes. Así, para muchos y muchas, después de la escuela, los clubes de barrio son el recuerdo más vívido y sentido sobre su infancia y juventud, son la institución que le da identidad a su barrio.

En mi caso fueron mis lugares de mayor aprendizaje, no solo como deportista amateur, sino como persona. En algunos de ellos nació mi pasión por los deportes como el vóley o el waterpolo, herencia de mi padre, Eduardo Ojea, jugador y entrenador de waterpolo, al que siempre acompañaba al Club Obras Sanitarias o en el Club Ciudad de Buenos Aires. El club de mi barrio fue Ateneo Colegiales, que desapareció en la década del 90, con la privatización de los ferrocarriles; pero luego pase por varios jugando al fútbol como Sunderland, Vélez o San Lorenzo (del cual además soy hincha). Cada lector tendrá el suyo como ejemplo y en cada uno de ellos sus propios recuerdos.

En muchas latitudes de nuestro país, los clubes pueden ser desde enormes complejos con muchas canchas, piletas, buffets, vestuarios, quinchos y salones de usos múltiples, hasta simplemente un potrero con el suelo desertificado. Lo que sí tienen en común la mayoría de clubes de barrio es que son un lugar de encuentro y socialización. Como el centro de un ovillo, en los clubes se entrelazan distintas realidades, distintos grupos de personas y múltiples intereses. Son espacios de encuentro para niñas y niños, jóvenes, familias, adultos mayores, que juegan al fútbol, que nadan, que juegan al hockey, practican ajedrez, que mantienen viva la tradición de las bochas o son el lugar preferido para pasar sus días.

Además de tratarse de uno de los eslabones más importantes en la estructuración del deporte argentino, hay que destacar su importancia en la construcción de una sociedad democrática y participativa; aún en las épocas más sangrientas de la última dictadura cívico militar, los clubes fueron refugios para la militancia política, siendo espacios de participación y votación democrática.

Para muchos extranjeros pensar en un club es referirse a una sociedad anónima comercial, en la cual el poder de decisión respecto a la institución lo tienen un conjunto de accionistas, pudiendo ser estos locales o de otros países (Daskal y Moreira, 2017) y donde los socios son meramente clientes o consumidores. Pero en Argentina la finalidad que persiguen los clubes no es el lucro, sino fomentar la práctica deportiva, las actividades culturales, el fortalecimiento de los lazos sociales, contribuir a la identidad de la institución partiendo de la idea de que los dueños de ella son las y los socios y a través de su participación democrática en asambleas y otras instancias toman las decisiones.

En su seno, cada club alberga socios que se caracterizan por dedicarse o interesarse por cosas diferentes. Es habitual encontrar en ellos a un empresario pyme, al peón de una obra, una empleada doméstica, o al diariero del barrio. Todos confluyen allí adentro y en la medida en que tienen que decidir sobre el futuro de la institución, ensayan un ejercicio digno de ser replicado: dirimen discusiones, encuentran consensos, debaten ideas y votan. Estos grupos heterogéneos tienen que encontrar un punto en común. Esta dinámica sembró en muchas personas la idea de que, interviniendo en los espacios de decisión, juntando adhesiones, estudiando propuestas e involucrándose activamente en los asuntos comunes, se podía revertir el destino de las cosas. En otras palabras, muchos comenzaron a participar en política –quizás no partidaria– en un club. No solo hay que reivindicar este gran aporte que hacen los clubes a la formación democrática de las personas, sino que es preciso alertar lo que pasaría si esta dinámica desapareciera.

Para sostener la vida de los clubes, es imprescindible que, no sean solo los socios quienes defiendan a sus clubes, sino que también revaloricemos como sociedad la forma en la que estos participan democráticamente en ellos. En otras palabras, revalorizar la política como medio de alcanzar objetivos comunes. Este fenómeno asociativo que se da en los clubes no tiene lugar en muchos órdenes de la vida social, haciéndolos por ello imprescindibles.

Los clubes tienen un rol social evidente. No solo se trata de su dinámica cotidiana interna, sino también de su incidencia “hacia afuera”, su vinculación con la comunidad en donde están radicados. Si bien no son universales las funciones que los clubes desarrollan, sino que varían dependiendo de cada uno y el lugar donde estén radicados, suelen vincular sus instalaciones con los colegios o centros educativos de la zona. Son espacios predispuestos a realizar actos benéficos y actividades ‘abiertas’ a toda la comunidad. Además, suelen generar un programa cultural y de espectáculos como también convertirse en un centro de acopio de bienes o alojamiento de víctimas en momentos de crisis o catástrofes naturales. No hay dudas de que los clubes están mutando. Como toda institución que está viva, que se transforma o que lucha por sobrevivir, los clubes están intentando seguir en pie.

En épocas de crisis los clubes han demostrado ser lugares donde la organización y la contención pueden evitar una tragedia. En muchos aún persisten comedores, copas de leche, acopio de donaciones y otras actividades solidarias. Lejos de ser esta la función central del club –lo que bien podríamos decir que debería ser una preocupación del Estado–, su rol social está manifestado. La realidad actual, es que muchos clubes han cerrado en los últimos años a causa de las elevadas tarifas de servicios públicos, la pandemia y la falta de apoyo del Estado y los Gobiernos. Otros han sido víctimas de la especulación inmobiliaria o el afán de lucro de determinados actores. Sin embargo, lo que está en el fondo de estas transformaciones y considero pertinente que podemos evidenciarlo, es cómo cambiará parte de la vida social cuando los clubes no estén más. Cuando un club cierra, parte de la comunidad muere con él.

En 2004, Juan José Campanella estrenaba Luna de Avellaneda, una película que con el tiempo se volvería icónica de una época y de un fenómeno tan doloroso como es el momento previo a la muerte de un club de barrio. Acuciado por terribles deudas económicas, se le presenta a las y los socios del “Luna” una oferta: vender el predio para que se construya allí un gran supermercado. Además de la difícil decisión y los intereses encontrados de sus miembros, la película muestra la diversidad de actores que encuentran en los clubes de barrio su lugar. Desde quien atiende el buffet, hasta el profe de básquet; desde el fundador –quien atravesaba sus últimos días de vida–, hasta el socio vitalicio cuyos padres ya eran miembros del club; desde los abonados que cumplen rigurosamente con el pago de la cuota, hasta quienes se atrasan o simplemente no pueden pagarla; las y los jóvenes y viejos de fútbol y de ajedrez. Todos son el club de barrio. Si bien la película abre múltiples puntos de atención, uno esencial es su doloroso final: el club de barrio perdió, el terreno se vendió y la vida social que giraba en torno a la institución se diezmó (claramente Campanella estaría a favor de eso).

El debate que actualmente suscitan los clubes de barrio en la agenda pública no remite a sostenerlos como una institución arcaica y con prácticas nostálgicas. Muy por lo contrario, quienes consideramos que en los clubes transcurre una parte imprescindible de la vida social y deportiva de las personas, estamos seguros de que es importante repensarlos, apoyándolos y fomentando su existencia. Para ello, insistimos con la necesidad tanto de fortalecer la formación dirigencial como de sostener una capacitación permanente. Indudablemente el desafío de estas instituciones es entender las necesidades y nuevos hábitos de las y los vecinos y las comunidades, para poder construir un nuevo vínculo con ellas y ellos y con el Estado.

Si bien hoy está cada vez más extendido el deporte urbano y el uso “libre” que los deportistas amateurs hacen de calles, plazas, sendas y otros espacios urbanos, lo cierto es que los clubes cuentan –o pueden contar– con una infraestructura adecuada para complementar esta dinámica: canchas, playones, gimnasios, piletas, circuitos, todos espacios especialmente construidos para que, en ellos, tanto amateurs como deportistas federados puedan desarrollar sus actividades de una forma más eficiente y cuidada.

No es la primera vez en nuestra historia que los clubes tienen el desafío de redefinirse, identificar nuevos roles y sobre todo dirimir qué esperan de ellos mismos considerando lo que piensan y sienten sus socios. Pero en esa tarea los clubes no están solos. Como parte de la comunidad, como un actor central en procesos socializantes y formativos de personas, los clubes merecen que todos y todas, desde nuestro aporte individual, pero también como Estado en todos sus niveles, se los repiense, ayude y fomente. Por eso, en las próximas columnas, hablaremos mucho más de los Clubes de Barrio, su realidad y la falta de políticas sistemáticas para ellos.

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Emiliano Ojea 
TW @emiojea
Presidente de Federación del Deporte Universitario Argentino @FeDUArgentina.
Comité Ejecutivo de International University Sports Federation @FISU
Consejero del Comité Olímpico Argentino @prensaCOA
Autor del Libro: Jugar en Equipo. Deporte+Educación=Movilidad Social Ascendente

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