Un adiós a los estadios vacíos


30 de septiembre de 2021

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por Ariel Scher

Qué ganas de despedir a los estadios vacíos. Qué ganas de que perduren sólo como testimonio en los libros. Qué ganas de ir a la cancha. El regreso a los tablones, de la mano y la pluma de Ariel Scher.

Por Ariel Scher
 
Digamos la verdad porque, aunque suene extravagante, aunque nos parezca difícil, de vez en vez nos topamos con una verdad. Esta verdad: a nosotros y a nosotras nos pasó lo que supo contar J. M. Coetzee bastante antes de la pandemia, o sea bastante antes de que la cancha se nos volviera un territorio a distancia o, peor, un territorio lógicamente prohibido. Sí, tal cual lo expresó Coetzee, quien, por supuesto, es Premio Nobel por muchos libros, pero, si no lo fuera, merecería serlo por esta frase, por esta tremenda frase: "Deprimidos por el espacio resonante del estadio vacío, los jugadores tan sólo parecen cumplir con el expediente".

Ni hablar de que la pesadilla del coronavirus instaló espantos inmensamente más graves que no tener fútbol o tenerlo pero sin público que es otro modo de no tenerlo. De nuevo: ni hablar. Pero, entre todas las cosas que algún día retratarán este tiempo extraño de la historia, figurarán -emblema, dolor, límite- los estadios vacíos.

"El estadio vacío, desolado, es como un esqueleto de multitud, un eco fantasmal de esa misma muchedumbre cuando ruge o aplaude o insulta o agita banderas", anota Mario Benedetti en "El césped", uruguayísimo y futbolerísimo cuento que, justo por ser futbolerísimo pinta la vida y tal vez pinta la falta de ella. Como Coetzee, Benedetti no necesitó experimentar lo jodido que resultó el fútbol sin hinchas durante una temporada que amagó con extenderse infinita. No le fue necesario porque la literatura puede muchas cosas. Por ejemplo, narrar lo que va a suceder sin poseer la garantía de que va a suceder.

"No tiene gracia: es como jugar en un estadio vacío", sentencia el arqueólogo y escritor italiano Valerio Manfredi en una fugacidad de su libro "El ocaso de Roma". "Ebrios de deseos y de impotencia, peleando contra nuestra propia sombra en un estadio vacío", apostrofa el español Javier Cercas en los párrafos desencantados de su texto "Contra el optimismo". "Los estadios vacíos son desoladores. Si yo fuera gerente de un club regalaría boletos por millones, no permitiría un estadio vacío, invitaría cincuenta, cien escuelas y llenaría las tribunas de niños, del precioso alborozo que debe existir en las expresiones populares", le comenta el relator televisivo mexicano Ángel Fernández a su compatriota Juan Villoro en el segmento más tristón de una entrevista luminosa. "¿Sería alguien capaz de gritar en un estadio vacío lo que grita en medio de la multitud?", se interroga, con una curiosidad que lastima, el escritor ecuatoriano Jorge Enrique Adoum. "Tengo que aceptar la evidencia. El fútbol con el estadio vacío me sabe a fútbol a medias; a fútbol incompleto, imperfecto, inacabado", asevera Eduardo Sacheri.

De eso salimos o estamos procurando salir ahora que las puertas de los estadios se reabren en los estadios argentinos: de la existencia vuelta estadio vacío. O de lo que las autoras y los autores anticiparon que representan los estadios vacíos. Estadios vacíos: nada, o nada disfrazada de algo, o algo en lo que se esfuma lo que justifica que haya estadios, y goles, y deportes, y también identidades colectivas: la condición humana.

"El estadio desnudo desventrado, sin balón ni fútbol", escenifica la brasileña Clarice Lispector en una de sus creaciones únicas dentro de la que a una mujer se le pierden los rumbos, los sentidos y los aires en pleno Maracaná. Salir, zafar, emerger de ese estadio vacío propicia lo que la gran Lispector elige como título. Fa, qué título: "La búsqueda de la dignidad". De otra manera: Lispector anuncia ahí  -es literatura: no lo explicita- que las tribunas sin cuerpos, sin sudores, sin abrazos, sin buenos y sin malos humores, son casi una indignidad.

No por azar, con frecuencia los estadios vacíos son enfocados en el cine lejos de la alegría. En la primera escena de "Volver a empezar", la película del español José Luis Garci que se llevó el Oscar a principios de los ochenta, el protagonista (aplausos para, actor entrañable, Antonio Ferrandis) pisa el estadio despoblado del Sporting Gijón para evidenciar todo lo que le faltó y todo lo que le falta. En "Pelota de cuero", de Armando Bo (inspirada en el cuento "Juan Polti, half back", que el uruguayo Horacio Quiroga enhebra bajo el tejido de un estadio vacío), y en "El mercader del terror", de Black Edwards, el estadio vacío está asociado con la muerte.

Mete angustia, o incertidumbre, o desamparo, o proximidad de tragedia cada salpicado de palabras que trasluce el vacío del fútbol vacío. "El síndrome de la cancha vacía", define, sin dar vueltas, el periodista Marcelo Izquierdo en su hermoso libro "Carceleros", destinado a la historia del club General Lamadrid, del Ascenso argentino. "En Colombes, halló el estadio vacío", enmarca el estadounidense Arthur Koestler un tramo del dramatismo de su "Escoria en la tierra" y es suficiente porque Colombes -ese estadio francés que albergó al Uruguay campeón olímpico de 1924 y por eso le da nombre a una de las cuatro tribunas del estadio Centenario- se torna absurdo si no lo habitan los huesos y las sangres. "En el estadio vacío, junto a la tribuna vacía, a la salida del pasillo vacío", encadena David Peace, en su obra "Maldito United", para exponer la situación de abandono del mítico entrenador inglés Brian Clough en un club que le imposibilita los días. "Sentado a solas en el estadio vacío, el sonido del silencio te hace revivir todas las batallas libradas allí", encuadra para una geografía de la depresión el alemán Ronald Reng en su volumen "Una vida demasiado corta" sobre el arquero Robert Enke, que se suicidó. Impecables todos. Sólo a quienes militan a favor de la indiferencia los dejan imperturbables los estadios que transparentan ausencias. Lo corrobora la notable Susan Sontag, en el séptimo segmento de su "En América": "Como un gladiador a quien la jactancia y el temor han atraído a la fila más alta del estadio vacío".

En las edades de desesperanzas y de desesperaciones (que es casi como decir en las edades en las que queda vedado ir a la cancha), una recomendación: leer a Eduardo Galeano. Ahí, firme, persevera la voz de un sujeto que acepta sus muchas desesperaciones pero nunca se entrega a la desesperanza definitiva. Quizás por eso, en "El fútbol a sol y sombra", logra encender las luces de los estadios apagados: "¿Ha entrado usted, alguna vez, a un estadio vacío? Haga la prueba. Párese en medio de la cancha y escuche. No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie". Se trata de una reivindicación de la historia y de la memoria. Los ecos de la pasión que alguna vez cubrió los escalones construidos para las muchedumbres jamás se van del todo. De allí que Galeano especifique que los que suenan son los estadios con itinerario intenso y que nada consiga balbucear, por caso, el fastuoso y flamante estadio Rey Fahd, de Arabia Saudita. Lo interpreta fenómeno el artista integral y ex jugador Kurt Lutman en su "Dieces y dioses": "Llego hasta el costado de la cancha vacía y el fantasma de Tapita García toma carrera y la vuelve a clavar en ese ángulo para dejarnos afuera de la semifinal en el 2004".

Lector multiplicado de Galeano, Claudio Morresi, otro ex futbolista con prosa potente, reivindica lo que manifiestan los estadios vacíos, pero esa manifestación y ese vacío transportan una herida grande. Imagina Morresi que los 30.000 desaparecidos del genocidio en la Argentina podrían llenar un estadio durante algún domingo. "Treinta mil personas concurren a la cancha" se denomina ese llamamiento y conmueve en cada soplo: "En el estadio vacío, el partido está por comenzar. Los jugadores empiezan a sentir cómo baja de las tribunas desiertas el aliento de las hinchadas. Son 30.000 voces que no paran de cantar".

Galeano se develó tan crack de la escritura y de la sensibilidad como mal futbolista. No sólo ese rasgo lo hermanó con el sacerdote, poeta y revolucionario nicaragüense Ernesto Cardenal -goleador más allá de sus limitaciones en los pies, según su confesión-, alguien capaz de pulsar ternuras en los sitios que ahuyentan lo tierno, incluso en los estadios vacíos. Qué versos preciosos los de "Tú eres sola": "ayer estabas en el estadio/en medio de miles de gentes/y te divisé desde/que entré/igual que si hubieras/estado sola/en un estadio vacío". Y cierto que también instala a los estadios vacíos en la frontera de la ternura la primera oración de "El penal más largo del mundo", el más célebre de los cuentos con fútbol de Osvaldo Soriano: "El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío". Sin embargo, otra vez, el vacío del estadio allí inunda lo que sigue con una cuantas de las aguas con las que Soriano sostiene su impagable narrativa: la nostalgia, el olvido, la derrota.

Ya en la pandemia, Jorge Valdano fue garganta de muchos y de muchas al subrayar que de las "moderneces" del fútbol "la más dolorosa y deprimente es la del fútbol sin espectadores". Es una afirmación heredera de otra de Coetzee -certificación de lo abiertos que este señor mantuvo lo ojos-, quien, una década antes, en el contexto de su frondosa correspondencia con su colega estadounidense Paul Auster, se queja: "Los medios de comunicación detestan los estadios vacíos porque un estadio vacío significa la muerte del espectáculo. Pero eso no quiere decir que a los intereses empresariales que son propietarios del deporte les interesen un comino los fans, salvo como consumidores. Si pudieran encontrar la forma de llenar asientos con imágenes holográficas, estoy convencido de que lo harían".

Lo hicieron.

Sin simpatías por el fútbol pero tampoco por sustituir humanos por holografías, el argentino Ezequiel Martínez Estrada -escritor, ensayista, ajedrecista- se dio cuenta cuando pocos lo hacían (¿Pensar el fútbol? ¿para qué?) de que, a la hora de reflexionar sobre la argentinidad, no hay forma de saltearse el rito de ir a los estadios. Se puede converger o diferir con sus hipótesis, pero en "La cabeza de Goliath "(1940, el año de inauguración de la Bombonera, dos años después del estreno del Monumental), describe: "Los estadios se convierten los días feriados en templos a los que concurren los feligreses de un culto muy complejo y muy antiguo, asistir con desbordante apasionamiento a un partido de futbol, que el espectador profano jamás podrá entender qué significa".

A más de ochenta octubres de las observaciones de Martínez Estrada, miles y miles de personas que durante la pandemia no sólo temieron por la continuidad de su existencia y las de sus seres amados sino por lo oscuro que surgía el sendero de regreso a las canchas. Retornar a ese "culto muy complejo", aun entre las incomodidades, las desatenciones y las violencias múltiples que signan al fútbol en la Argentina, implica ir por una pertenencia, por un lugar donde ser con otros y con otras, por una fiesta posible en medio de la rutina sin fiesta, por todo lo que torna al fútbol en un fenómeno mucho más enorme que el enorme juego que es.

Porque un estadio vacío es todo lo que sacude desde tanta literatura y desde tanta impresión duramente cotidiana: vacío, vacío, vacío.

Acaso nadie lo plasma como Roberto Arlt en octubre de 1939, en un artículo titulado "Se quedarán sin Olimpíada", de cara a una imagen que anoticiaba que el horror de la naciente Segunda Guerra Mundial le impediría a Helsinki, capital de Finlandia, hospedar a los Juegos Olímpicos previstos para el año siguiente:

 "Era un estadio de cemento armado, completamente hueco de multitudes. Posiblemente en la hora del mediodía. En este desierto de escalonamientos de cemento, en esta paradoja de gradinatas vacías, inútiles, desoladas, un hombre. Un hombre solo, sentado en lo alto del estadio, con el mentón apoyado en la palma de la mano, encogido como un mono, mirando melancólicamente su sombra proyectada en los desiertos escalones. ¡Nada más, nada más que un hombre! Mirando las circulares gradas. Sobre la cornisa del estadium, un cielo límpido vacío. Digo que aquello era algo terrible. Ese hombre podía meditar en los más abstrusos problemas, encontrarse al borde del suicidio o de una catástrofe financiera; podía ser un poeta aguardando el advenimiento de un mundo nuevo, pero en esencia era un hombre pavoroso, un hombre multiplicado millares de veces por la ausencia de otros miles de hombres. Nos demostraba que no se podía estar más solo en parte alguna del universo que allí".

Maestro Arlt: un estadio vacío es la soledad. El gigantismo de la soledad. Y, aunque nos den placer algunos ratos de soledades individuales, la vida es vida porque podemos soñarla y compartirla con otras gentes.

Lo que viene no será, ni de cerca, perfecto. También portará sus fealdades a montones.

Impresionante: por un momento, eso casi no importa.

Qué ganas de despedir a los estadios vacíos. Qué ganas de que perduren sólo como testimonio en los libros. Qué ganas de ir a la cancha.

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