El Superclásico de Raab


08 de septiembre de 2022

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por Ariel Scher

Nadie escribe como Enrique Raab.

Nadie nunca. Y nadie, tampoco, para relatar algo que conmueve a la sociedad argentina del 17 de abril de 1975. Un Superclásico.

Nadie nunca como Raab. Ni mejor (muy difícil) ni peor. Puro Raab.

Nadie ve como ve Raab. Nadie dice como dice Raab. Nadie descubre como descubre Raab.

Raab, maestro de palabras y de compromisos, quien no sigue ni de cerca los sueños del River puntero de Ángel Labruna que durante esa noche de miércoles marcha a la Bombonera ni las ilusiones del Boca que orienta Rogelio Domínguez.

Raab, periodista, nacido en Viena en 1932 y migrado a la Argentina muy pibito a causa de los horrores del nazismo, experto en casi todo el ancho de las artes, capaz de hacer una maravilla si narra a la diva Mirtha Legrand y otra maravilla si conversa con el Premio Nobel Bertrand Russell, rescatador de películas perdidas y desentrañador de la Cuba revolucionaria, militante, escritor.

El 17 de abril de 1975 va y viene Raab por las venas de esa Buenos Aires a la que le conoce los pulsos y las lógicas y percibe que la ciudad entera está vacía. Nadie escribe como Raab y, si nadie escribe como Raab -que no tiembla por el fútbol, que ni sufre ni goza por Boca o por River-, es porque Raab detecta que contar esa porteñidad inédita o que contar la existencia consiste en ponerle palabras a lo que genera el más partido de los partidos posibles en ese tiempo.

Raab no se dedica a los goles de Carlos Morete y del Beto Alonso o al descuento de Marcelo Trobbiani o al penal que el Pato Fillol le ataja al propio Trobbiani y cimenta el 2 a 1 con el que acaba celebrando River. Menos todavía se mete con el codazo a través del que Roberto Rogel saca a Morete, hecho nocaut, del campo sin que reciba el castigo de una tarjeta muy roja. Raab atrapa la médula, lo que asombra esa noche y asombrará en cualquier porvenir. Impresionante: la Argentina, igual y distinta que en otras ocasiones, es tierra de tensiones, de hervores y de dolores, el futuro se perfila más opaco que esa noche y, sin embargo, un partido de fútbol deja todo quieto.

Una clase de apretar los dedos cabe en el tercer párrafo que Raab descarga: "A las 21.30, Boca Juniors se enfrentaba con River Plate, en un torneo cuya fascinación no se desgasta, a pesar de haberse dirimido ya cien veces exactas a partir de 1931, o sea en la época que los tecnócratas definen como “dentro del profesionalismo”. Pero no importa: poco después de las 18, ya están las dos tribunas, semillenas, enfrentadas. Del lado de Aristóbulo del Valle, los hinchas de Boca; del lado de Brandsen, los de River. Agresividad de las consignas que sin embargo, como en un juego de precisas reglas caballerescas, no se superponen; cada bando espera a que el adversario termine la suya antes de entonar la propia".

Raab viaja en taxi, ausculta los razonamientos del chofer ante la inminencia del partido, advierte que quien no parpadea o vibra delante de ese partido es porque integra el núcleo que se desplaza hasta la calle Corrientes para deleitarse con los guiños del teatro de revistas y de los cuerpos esculturales de las vedettes que allí relumbran, de la prepotencia de cierta policía en los rincones de La Boca, del peronismo en la garganta de una parte de la multitud. Y, claro, como mucha vez en la que alguien piensa entero al fútbol, en el que alguien construye periodismo de verdad, habla de política. Así: "La presidente de la Nación, se sabe, solicitó personalmente que ese partido fuera televisado: más tarde, después del segundo gol de River, la hinchada de River —los muchachos de la calle Brandsen— contestaba con un estribillo la temprana acusación de gorilismo que los boquenses les habían enrostrado. Cantaron, ante el silencio hostil del sector de Aristóbulo del Valle: 'Ya lo ve, ya lo ve / la Boca está bailando a pedido de Isabel'”.

El texto enseña que no sólo se escribe con las yemas sino con los párpados, con las ideas, con el equipaje, con las vísceras, con las orejas, con la respiración. También enseña a leer a Raab, cuyo libro "Cuba. Vida cotidiana y revolución" deslumbra y que, además, deslumbra, en todos los trabajos que le destinan. Está, por ejemplo, "Periodismo todoterreno", en el que se encadenan sus artículos en distintos medios y en el que la escritora María Moreno lo analiza con una luz que lo alumbra completo. O está "Enrique Raab: claves para una biografía crítica. Periodismo, cultura y militancia antes del golpe", de Máximo Eseverri, reveladora búsqueda sobre las huellas amplísimas hacia las que Raab expande su universo y sus esperanzas.

La crónica inempatable de Raab sobre el Superclásico aparece publicada con el título "La cancha de Boca y la TV convirtieron a Buenos Aires en una ciudad desierta" en el diario La Opinión, donde tiene empleo, el 18 de abril de 1975.

Nadie escribe como Raab. Nadie en torno de ningún tema. Y nadie que se fije en un Superclásico.

Nadie escribe como Raab. Y nadie que se entere de que Raab escribe sobre un Superclásico debería escribir sobre un Superclásico sin leer a Raab.

A Raab, que apenas antes de que esa crónica y ese Superclásico cumplan dos años sufre el secuestro de una patota criminal de la última dictadura. Y que, a partir de entonces, permanece desaparecido, uno de 30.000.

Nadie escribe como Raab, entre otras cosas, porque Raab escribe para siempre. Y ahí, para siempre, quedan esa crónica, ese Superclásico y, crack entre los cracks, Enrique Raab.

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