¿De quién es la final?
28 de mayo de 2021
La finalísima de la Liga de Campeones de Europa bajo la particular mirada de Ariel Scher. Un equipo con nombre de ciudad y otro con nombre de barrio jugarán un partido que verá la humanidad.
La historia podría ser así: un equipo con nombre de ciudad de Inglaterra y un equipo con nombre de barrio de la capital de Inglaterra jugarán un partido que verá la humanidad.
O no. O la historia podría ser así: un equipo fundado en 1880 bajo la influencia de una iglesia en Inglaterra y un equipo fundado en 1904 por gente envuelta en la pasión incontenible hacia el fútbol en Inglaterra jugarán un partido que atrapará a individuos de todas las iglesias y a apasionados del fútbol de todas las latitudes, muchas lejanísimas a Inglaterra, en el final del mayo de 2021.
O no. O la historia también podría ser así: un equipo con sede en la ciudad más industrial que generó la Inglaterra de la Revolución Industrial y un equipo afincado en el sitio inglesísimo de residencia de figuras que fueron o van desde Tomás Moro hasta Eric Clapton jugarán un partido que absorberá la atención de víctimas y de victimarios de industrializaciones y desindustrializaciones inglesas y también la de quienes conocen o no conocerán nunca algún rincón famoso de Inglaterra.
O no. Más fácil, la historia, en definitiva, podría ser así: el Manchester City y el Chelsea, dos equipos de Inglaterra, jugarán el sábado 29 un partido que es la final de la Champions League.
O no. Directamente así: dos equipos ingleses -y, como se observa, abundan las referencias que parecen indicar que son ingleses- jugarán un partido que cerrara el torneo de clubes más resonante de la Tierra en el que intervienen instituciones que no sólo son inglesas.
O no. O no. O no. Porque la historia podría ser así: a pesar de tanta cosa inglesa, ¿son ingleses esos dos equipos a los que el universo llama ingleses?
O sea: ¿cuánto de inglés tiene un partido que confronta a un club cuyo propietario legal (legal, que no significa lo mismo legítimo) es Mansour Bin Zayed, miembro de la monarquía que maneja los Emiratos Árabes Unidos y dueño de una fortuna que no lograrían empatar varios de los millones de espectadores de la final si sumaran sus dineros, con otro club del que es titular Roman Abramovich, un hiperempresario ruso que acumuló caudales y negocios al compás de la liquidación del desaparecido estado soviético?
O sea: ¿cuánto de ingleses mantienen esos equipos que transpiran todo el año en la Premier League, una competición que sólo mantiene a cuatro entidades en brazos de capitales de origen británico (aunque esos cuatros capitales, a su vez, estén tan transnacionalizados como el del dueño del Tottenham, Joe Lewis, que adquirió un pedazo de la Patagonia)?
Y en esa línea: ¿cuánta exactitud conserva llamar "ingleses" a los equipos que sudan sobre el suelo de Inglaterra?
"Golbalización" es una palabra genial que puso en circulación el sociólogo boliviano-costarricense Sergio Villena Fiengo. Cualquiera advierte enseguida el intercambio de apenas dos letras con la palabra "globalización". La hipótesis de Villena Fiengo no sólo desemboca en la certificación de que el fútbol es el más global de los espectáculos de una edad en la que todo es espectacularizado: los goles, la sexualidad, el hambre, la muerte. Además, explica cómo la construcción del espectáculo del fútbol pasa por encima de naciones o de países. En la "golbalización", ¿qué son, además de equipos que generan muy buen fútbol, el Manchester City y el Chelsea?
Golbalizado (además, de globalizado), Manchester City. Desde el bautismo, alude a la ciudad de Manchester pero es la pieza más luminosa del City Football Group, que controla otros equipos, mutados a "City", en casi todos los continentes. Lo verificó Independiente, por ejemplo, que tuvo enfrente, en la actual edición de la Copa Sudamericana, al Montevideo Torque City. Su estadio, el Etihad, porta la denominación de la compañía de aeronavegación de Emiratos Unidos, una denominación que refulge desde las camisetas Puma que una o dos veces por semana aceleran delante de los párpados del universo. Frente a ese horizonte, el Chelsea podría replicar que lo suyo es más inglés, dado que la marca en las casacas es Three, una firma de telecomunicaciones de origen británico aunque con negocios de alcance multinacional que sustituyó en 2020 como patrocinante a la productora japonesa de neumáticos Yokohama, que igual preserva lazos contractuales con el finalista azul de la Champions. Con el estadio, Chelsea sí puede evidenciar una distancia. El mítico Stanford Bridge prosigue en manos de Chelsea Pitch Owners, un núcleo sin fines de lucro que posee los derechos del nombre del club y que, como tantas veces ocurre, se erigió como un espacio social que vino a salvar los abismos edificados por operadores privados y privatizadores, en este caso del negocio inmobiliario.
Villena Fiengo apela a otra idea: el fútbol posnacional. Es un concepto al que recurrieron también el escritor holandés Ian Buruma y el sociólogo español Ramón Llopis Goig. Las lecturas de sus textos invitan a recordar a otros autores, no deportivos, que detallan cómo esta época desvanece o complica a los Estados y a los gobiernos y entroniza a corporaciones y a capitales sin patria pero arrasadores: cadenas de televisión que no son de ningún lugar pero están en todos, circuitos financieros con residencias esfumadas pero capaces de sobrepasar todo límite, cibertecnologías al alcance de millones pero concentradoras del poder de poquitos. Una humanidad en la que se extravían las geografías pero no para la igualdad general sino para ahondar las asimetrías. Un internacionalismo administrado por cúpulas empresarias a las que no votó nadie.
"Soy del Chelsea", enuncia un pibe de doce años que transcurre el encierro pandémico en el barrio porteño de Almagro. "Me tocó pasar mi cumpleaños en cuarentena y solo -asume un adolescente en una ciudad del sur cordobés-, pero mis viejos me regalaron la camiseta del City". Son identidades que trasvasan los planisferios tradicionales de la pelota. Eso es un corte cultural poderoso. Es mucho. Y hay mucho más que ese mucho.
Crack de la prosa, el estadounidense Philip Roth enhebró "La gran novela americana", uno de sus grandes libros haciendo andar por caminos diversos a una troupe de beisbolistas que representaban casi un Arca de Noé: una de cada especie, uno de cada lugar. El fútbol de los megaequipos prolonga y potencia la imaginación del maestro Roth. El Manchester City es orientado por un entrenador genial y catalán, Pep Guardiola, que domina tanto los secretos del fútbol como el dato de que su mapa de jugadores posibles es el globo terráqueo. Igual que su colega Thomas Tuchel, el alemán que dirige al Chelsea y que viene de conducir a un París Saint Germain en el que hay que explorar bastante para detectar un muchacho francés, pone en la cancha a once tipos que no crecieron ni muy cerca ni cerca del césped sobre el que el club hace de local. Lo que hubiera escrito sobre este escenario Manuel Vázquez Montalbán, catalán y admirador del Guardiola mediocentro, que se quejaba porque su Barcelona se llenaba de foráneos.
El sitio Transfermark publica que el 80 por ciento de los 25 jugadores que componen el plantel principal del Chelsea son extranjeros (¿sigue valiendo la palabra "extranjeros" en un fútbol posnacional?). Los cuatro arqueros demandan un posgrado en el juego de TEG. Edouard Mendy es senegalés, Kepa arribó desde España, Willy Caballero miró el sol en la entrerriana Santa Elena y Karlo Ziger es serbio. El central Thiago Silva nació en Rio de Janeiro pero no interviene en el torneo brasileño desde el 2008. Jorginho, que se ubica un poquito más adelante, también desembarcó en el mundo en Brasil pero ni siquiera se presentó allí y su documentación es italiana. Si mira hacia la derecha localiza a César Azpillicueta, un vasco, y, si profundiza el panorama, se topa con Christian Pulisic, estadounidense, hijo de croata y bienvenido a los pastos europeos a través de Alemania. Justo de Alemania llegaron el delantero Timo Werner y también el defensor Antonio Rudiger, hijo de refugiados de Sierra Leona, alguien que suele pasarle la bola a N'Golo Kanté, notable mediocampista francés que lleva el nombre de un rey de Malí, la tierra de su papá y de su mamás. A propósito, ¿qué cambiará y que se disolverá del fútbol "golbalizado" si Europa agudiza las políticas antimigratorias que generan colecciones de muertes en las costas del mar Mediterráneo? Cierto que hay ingleses en el no tan inglés Chelsea (Chilwell, Mount y James juegan bien) pero, a la vez es cierto que Kovacic es croata, y que Alonso es español, y que Giroud es francés, y que Ziyech es marroquí y que la lista es extensa.
Para Transfermark, el 79,2 por ciento de los pibes que disfrutan de Guardiola pegaron el primer llanto fuera de Inglaterra. El DT rota mucho entre los titulares pero comienza sus cuentas desde el arquero Ederson, brasileño con pasado en Portugal. Su sustituto es otro nacido del costado occidental del Atlántico, pero al norte: Zack Steffen es estadounidense. A Rúben Dias, el central portugués, lo saturaron de elogios y construyó una sociedad eficiente con John Stones, que sí es inglés, tan inglés como Kyle Walker o Phil Fodden, todos con nivel para sumar en la selección de Inglaterra, a la que el City le aporta la impronta ofensiva de Raheem Sterling, nativo de Jamaica. La excelente temporada del equipo de pilcha celeste convocó tanto al goce estético como a suponer que su formación, como acontece con los megaequipos, modela una asamblea de las Naciones Unidas: el brasileño Fernandinho y Gabriel Jesús, los portugueses Joao Cancelo y Bernardo Silva, los españoles Rodri, Eric García y Ferrán Torres, el francés Benjamin Mendy, el argelino Riyad Mahrez (con primeros pasos en Francia), el alemán Ilkay Gundogan (parte de una de las muchísimas familias que migran desde Turquía), el francés nacionalizado español Aymeric Laporte, el ucraniano Oleksandr Zinchenko, y Nathan Aké, de los Países Bajos, multiplican esa constelación de cunas en medio de las que brilla un belga, Kevin De Bruyne.
El ídolo del City -ahora rumbo a Barcelona- es Sergio Agüero, un extraordinario atacante que nació en el Hospital Piñero de Buenos Aires, enhebró su dulce relación con el fútbol en los potreros áridos del conurbano y puede que, entre otros méritos, resulte el proveedor de la difícil respuesta a la inquietud sobre lo que les queda de ingleses a los equipos de Inglaterra. El 13 de mayo de 2012, el delantero argentino metió, en el descuento del descuento, un gol frente al Queens Park Rangers que implicó el primer título para el City desde 1968. Un rato después, entre los baños de euforia, su celebración expuso un tono cromático singular: festejó recubierto por la bandera roja de Independiente -el club en el que brotó y encandiló, el club de su corazón- y por la celeste y blanca de Argentina.
Jorge Valdano, otro delantero argentino que partió y se quedó en Europa, caracterizó ese hecho con cuatro vocablos: "El poder del trapo". El trapo: los colores, la camiseta, la identidad, la pertenencia, el territorio en el que somos con otros y con otras, la cédula, el sos mi vida que se le dedica a casi nada más. El trapo: todo eso por lo que los mercaderes de la Tierra se apropian del fútbol (y de otros deportes, y de otras cuestiones). El trapo: todo eso que, en el fondo de los fondos, no se puede comprar.
Algo del poder del trapo -habrá que continuar midiendo si mucho o poco- intervino de manera conmovedora y disruptiva en la resistencia con la que organizaciones de hinchas derribaron el intento de establecer la Superliga de Europa, un campeonato de superclubes por encima de los contornos nacionales, un testimonio elocuente de fútbol posnacional. Paradoja: la batalla más saliente la efectuaron y la exhibieron los hinchas ingleses. Y aquí no surgen sombras sobre el adjetivo. Los hinchas ingleses son ingleses. En el trapo del que habla Valdano, registran a sus padres, y a los padres de sus padres, y a los domingos en los que lloraron o se desgajaron de risa, y a sus hijas y a sus hijos, y a quienes fueron y son sus socios y sus socias en un itinerario de compromiso y de afecto. Eso es un poder. Eso es tener una historia.
Tal vez por eso sobrevive el fútbol de selecciones, en medio de las disputas que separan a la FIFA y a la UEFA de los clubes riquísimos. "Patria es la Selección Nacional de fútbol", decía el escritor francés Albert Camus y, más acá o más allá de nacionalismos, esa impronta será un renovado correo a la emoción y a la expectativa de miles de hinchas que seguirán las Eliminatorias, la Eurocopa o la Copa América, inclusive en una era en la que la pandemia amaga con tornar inexplicable que el show no se detenga. Inclusive, además, a pesar de que, con frecuencia, el refuerzo de que "Patria es la Selección" lo formulen empresas trasnacionales y como aviso publicitario.
El fútbol conforma un fenómeno tan abarcativo como para cobijar la médula de lo simple y la densidad de lo complejo. Cabe mucho. Acaso cabe todo.
Una final inglesa quizás ya no sea una final inglesa. Y, al mismo tiempo, algo perdura bien inglés.
O de otra manera: el fútbol ya no es lo que era, pero también es lo que era.
Y en esa tensión entre presentes y pasados no sólo hay partidos en juego: también está en juego el futuro.
¿O no?